Mail: Se ha rompido.

A veces cuando las cosas se ponen complicadas hay que dar un paso atrás y en lugar de obcecarse en encontrar una solución a un problema, lo único que hay que hacer es entender ese problema. A partir de ahí, la solución viene sola.

 

 

Unos amigos me contaban que cuando su hijo tenía poco más de 2 años, jugando con la mesita del salón tiró al suelo una figurita con forma de un dios hindú y al caer se le rompió un brazo. El niño cogió la figurita la puso en la mesita otra vez, cogió el brazo y lo dejó apoyado en el lugar que le correspondía.

En ese momento el niño estaba solo. Ningún adulto se dio cuenta de este suceso.

A los pocos minutos, llegó la madre, se sentó en el sofá y se puso con sus cosas, el niño siguió jugando. De repente la madre vio cómo, sin motivo, a la figurita se le descolgaba el brazo y se le caía.

No entendía nada. Cogió la figurita y vio que el brazo estaba roto. Miró al niño. Se acercó y en el suelo, al lado de la mesita, había el polvo que había dejado la figurita al romperse. La madre le preguntó al niño si se le había caído la figurita y el niño dijo que sí despreocupadamente.

La madre le preguntó por el brazo de la figurita, para ver qué le respondía el niño.

Este extendió un dedito y señalando el lugar donde debía estar el brazo le dijo a su madre:

Aquí.

El niño no entendía el concepto de que algo se hubiese roto. Sencillamente le indicaba a su madre dónde debía ir el brazo. Para él, la figura es la que es, tenga o no brazo. Si la quieres con brazo, ponlo ahí.

Algo roto, es algo que se encuentra en un estado distinto del original. Y ya depende de la aceptación y los gustos de cada uno repararlo.

 

 

Cuando el niño crece, empieza a entender que algo roto significa problemas.

El siguiente niño tendría unos 8 años y estaba obsesionado con la dentadura de su abuelo. Desde que se enteró que su abuelo era un muñeco desmontable como el Señor Potato quedó fascinado y no dejaba de pedirle la dentadura. Evidentemente el abuelo se negaba.

No llego a saber bajo qué circunstancias el abuelo se dejó la dentadura en una cajita blanca en lugar de llevarla puesta. Pero el nieto, rápidamente la cazó. Lo sabemos porque el abuelo era mi tío abuelo, el chico mi primo y ese día durante la comida al abuelo se le cayeron dos dientes mientras le daba un bocado a una pechuga de pollo. Tras el déjà vu, cogió los dientes para ver qué había sucedido y detectó en ellos una masa de corega (la pasta adhesiva que se usa para pegar la dentadura a la boca de la persona).

Al niño, jugando con ella, se le cayó la dentadura al suelo y se le rompieron dos dientes. Asustado por la que le iba a caer, descubrió una pomada en el cajón de la mesilla en la que ponía adhesivo, se le ocurrió usarla para pegar esos dientes y repararla o por lo menos que pareciera que esos dientes se habían roto en otro momento. Librándose de las consecuencias.

El acto es el mismo, juntar aquello que se ha roto para que vuelva a estar como antes.

 

 

Inevitablemente este patrón de conducta me lleva al caso de un adolescente (13 años), este fue paciente en mi consulta.

Los padres se ponen en contacto conmigo por teléfono, muy muy preocupados. Les pregunto sobre lo que sucede para ver si les puedo ayudar o no y así ahorrarse el viaje porque vivían bastante lejos. Me dicen que es complicado y que mejor me lo cuentan en persona.

Entran en mi despacho, cierran la puerta y se sientan en el sofá. El chico está sentado en la sala de espera.

Nos presentamos y les pregunto qué sucede. Entonces me dicen:

—Tiene ataques de pánico por las noches. Se levanta y se pone a correr por toda la casa gritando como un loco.

—¿Y vosotros que hacéis cuando eso sucede? —respondo.

—Pues nos levantamos corriendo y entre los dos logramos detenerlo y agarrarlo. Lo sujetamos hasta que se calma, luego vuelve a su habitación y nos vamos a dormir.

—¿Cada cuánto sucede?

—Es muy aleatorio.

—¿Cuándo empezó?

—Hace unos meses.

—¿Sabéis si ha vivido algún tipo de trauma o algo que origine esos miedos?

—Que sepamos nada. Tenemos una vida tranquila y él es un chico tranquilo, tiene a sus amigos, va bien en el colegio…

Tras unas cuantas preguntas más les pedí que pasasen a la sala de espera y que entrase él. Estuvimos conversando un rato. Al terminar les pedí que entrasen de nuevo, él salió otra vez.

—No sufre pánicos —les digo.

—Ya te digo que sí los sufre y nosotros también los sufrimos con él.

—No son pánicos.

Hablando con el chico, me describió los ataques de pánico perfectamente, me contaba lo mismo que los padres. Se despertaba y sin saber el motivo se ponía a correr y a gritar.

Pero se le escapó algo por lo que descubrí que me estaba engañando y a ellos también.

Al preguntarle desde cuándo, me dijo que desde la separación. Asumiendo que yo lo sabía.

—Los ataques de pánico son por las noches. Él pierde el control y hacen falta dos personas para detenerle. Después, los dos le sujetáis hasta que se calma. Todo empezó cuando hablasteis de separaros.

—Nunca se lo dijimos —responde la madre.

—Pero él lo oyó y antes de que se lo dijerais desarrolló estos pánicos que os obligan a estar los dos en la misma casa por las noches y que terminan con los tres abrazados.

—Ambos se ponen a llorar.

Les digo:

Él solo está haciendo lo mismo que hacen todos los niños…

 

Intentar unir de nuevo aquello que está roto.

Fin.

 

Alexandre Escot.